ARISTÓTELES Y LA NOVELA HISTÓRICA
Caracas, julio 2021
“Así pues, la poesía dice
“lo general” (tà
kathólou), y la historia “lo particular” (tà kath’hékaston).
Previsivo, el filósofo poco antes nos advierte de que no es cuestión de formas:
“el historiador y el poeta no se diferencian por decir las cosas en verso o en
prosa, pues sería posible verificar las obras de Herodoto y no serían menos
historia en verso que en prosa”. Seguramente Aristóteles está pensando en los
primeros textos científicos de los filósofos naturalistas jonios, o de
Parménides y Heráclito, que fueron escritos en verso, algunos de ellos en
hexámetros dactílicos, el mismo metro de los poemas homéricos. El quid del
asunto radica, más bien, en la actitud ante el asunto que se va a tratar, o a
cantar: ¿ocurrió realmente? Y, si nos ponemos ontológicos, en nuestra relación
con la realidad, si hemos de creer que lo que se narra realmente tuvo
lugar. Para ello es fundamental el criterio de verdad. La historia
tiene que ser verdadera. La poesía solo verosímil.
A lo largo de los siglos,
desde la famosa traducción de Averroes en el siglo XII y después la de Alamán al
latín en el XIII, la tradición exegética ha vuelto una y otra vez sobre este
pasaje para ensalzar la superioridad de la poesía, la universalidad de sus
miras, lo inagotable de sus horizontes, marcando de paso una brecha insalvable
entre dos géneros. Modernamente otros han visto en esta diferenciación el
origen de otro divorcio irreparable: entre la llamada literatura de ficción y
la de no-ficción. Sin embargo, las travesuras de la imaginación, la terrible phantasía de
la que Descartes no quería ni oír hablar, pueden resultar imprevisibles incluso
para el mayor taxónomo de todos los tiempos.
Al parecer ya en el siglo
XVII algunos narradores franceses como Madeleine de Scudéry y La Calprenède,
precursores de la moderna novela, habían tenido la idea de ambientar en el
pasado sus historias. Esto por no hablar del celebérrimo The
Castle of Otranto de Horace Walpole, tenida por ser la primera
novela gótica de terror, ambientada –cómo no- en la Italia medieval aunque
escrita en la Inglaterra en el siglo XVIII. También en la Francia del XVIII
autores como el Ábate Prévost escribían novelas como Les Aventures de Pomponius, chevalier
romain, publicada en 1724. Pero incluso antes, si estimamos
algunas novelas de caballería como la Estoria de Alexandre el Grand, que
se remonta a los tiempos de Alfonso el Sabio. La idea, hay que decirlo, no era
original. En la vieja Atenas de Esquilo, Los Persas, que pasa
por ser la única tragedia basada en hechos históricos que se conserva, cuenta
la dolorosa llegada de los emisarios de Jerjes a Susa, una de las capitales del
imperio, para informar de la amarga derrota de la armada persa en Salamina. La
tragedia fue estrenada en la primavera del 472 a.C., ocho años después de la
batalla, ciento cincuenta antes de que Aristóteles escribiera la Poética.
Todos estos eran relatos
ambientados en tiempos pasados, a veces incluso remotos, cuya intención era
básicamente moralizante. Lo importante eran los protagonistas y su peripecia,
su ejemplo de virtud y castidad, no el momento histórico. Para Georg Lukács,
autor del influyente tratado La novela histórica (Berlín,
1955), quizás el primero en abordar el problema desde la sociología literaria,
lo que caracteriza a la moderna novela histórica es, precisamente, el que su
autor refleje en ella “su conciencia histórica”. No se trata de hacer un
recuento cronológico, sino, como dice Carlos García Gual (Apología de la novela histórica,
Barcelona, 2002), que el autor dé a los hechos “un marcado sentido histórico”.
Para Lukács, y es posición
aceptada por la crítica, la novela histórica en tanto que género tiene fecha de
nacimiento. Se trata de Waverley, de Walter
Scott, novela publicada en Edimburgo en 1814. En ella, por primera vez, son los
hechos históricos los que marcan y definen la peripecia y no al revés. La
historia deja de ser un simple telón de fondo y se convierte en el complejo
conjunto de las causas que determinan el argumento, el intrincado juego de
coordenadas en que se instaura la errática vida de los personajes. La novela se
enmarca en medio de la revolución jacobita que sacude a Escocia en 1745, un
fallido intento por devolver el trono británico a la Casa de Estuardo. Eduard
Waverley es un caballero inglés de ascendencia escocesa. Como oficial británico
es enviado a Escocia poco antes de que estalle la rebelión. Allí se dedica a
visitar a sus parientes, quienes lo acogen hospitalariamente. Al comenzar las
hostilidades Eduard tiene el corazón dividido: debe luchar con las armas
británicas pero ama a su familia y a sus raíces escocesas. No solo por eso se
debate su corazón: su novia formal es la inglesa Rose Bradwardine, rubia y
abnegada, la típica heroína pasiva; pero en Escocia se enamora perdidamente de
la bellísima Flora MacIvor, morena y apasionada, ardiente y patriota highlander. El
pusilánime Eduard cambiará de bando dos veces. Al final vencen los ingleses,
pero Eduard es perdonado y se casa con Rose.
Los protagonistas de Scott
son todo menos heroicos. Incapaces de sobreponerse a los hechos, son
arrastrados por ellos sin apenas tener consciencia de lo que ocurre. Correctos
y mediocres, son las fuerzas históricas las que deciden su destino. En este
sentido, encarnan, como Charles, el marido de Madame Bovary, al perfecto héroe
mediocre, tanto tiempo después de Aristófanes. A juicio de Lukács, el valor de
Scott radica en haber plasmado la naturaleza humana en su dimensión estética.
Su mérito indiscutible, “el dominio poético de la historia”. Influido e
influyente autor del Romanticismo, creador él mismo del mito romántico de
Escocia, escribió otras novelas populares como Ivanhoe o The
Bride of Lammermoor.
A estas alturas no habrá
que decir que Scott, a quien la historia de la literatura considera el inventor
de la novela histórica, gozó de una inmensa popularidad en su tiempo, con
numerosos lectores en Inglaterra, Europa y Australia. Pero el suyo no fue un
hallazgo original: se inspiró en las novelas de una anónima escritora alemana,
Benedikte Naubert, quien llegó a escribir más de cincuenta narraciones
históricas protagonizadas por personajes secundarios, no por héroes. Naubert,
quien firmaba sus novelas con pseudónimo, eligió vivir en el más estricto
anonimato y hoy es una perfecta desconocida, incluso en Alemania. Así funciona
la historia de la literatura.
Tampoco habrá que recordar
que la novela histórica goza hoy de una estupenda salud. Consentida de los
medios y de los grandes grupos, infaltable en librerías de aeropuertos,
habitualmente encabezando las listas de best sellers, este
género, cultivado por autores como Eco, Vargas Llosa, García Márquez o
Pérez-Reverte, disfruta cada vez más de la preferencia de unos lectores que
gozan al imaginar a seres normales y corrientes viviendo y amando en un pasado
remoto y tal vez ideal o idealizado. También en Venezuela se han escrito
preciosas novelas históricas, comenzando por prácticamente el conjunto de la
obra de Francisco Herrera Luque, verdadero clásico del género, hasta llegar a
Miguel Otero Silva, Denzil Romero y Arturo Uslar Pietri (en mi opinión, La
luna de Fausto y La visita en el tiempo son
las dos mejores novelas históricas venezolanas escritas en el siglo XX). Todos
ellos, hay que decirlo, se atrevieron a escribir desafiando las rígidas
categorías dictadas por el filósofo de Estagira en su Poética.”
Tomado de
PRODAVINCI