JUAN GERMÁN ROSCIO Y LOS INICIOS DEL
PENSAMIENTO POLÍTICO VENEZOLANO
13 de marzo 2021
“De terremotos, curas y
abogados
No
cabe duda de que el terremoto se convirtió en objeto central del debate entre
realistas y republicanos en Venezuela los meses posteriores a la tragedia, de
manera que su manipulación política y religiosa se hace especialmente visible
en los documentos de la época, comenzando con la Pastoral del obispo Coll y
Prat del día 12 de junio y siguiendo con los torpes pataleos de una Junta de
Gobierno ya herida de muerte. Así tronaba monseñor en su Pastoral: “De este
modo castiga el Cielo todos los días los pecados del mundo, y cuando estos son
mayores y la justicia divina se halla más irritada, entonces descarga también
más duros azotes, como ahora lo experimentamos nosotros”.
Roscio es un típico
producto de la ilustración venezolana que tomó impulso definitivo a finales del
XVIII. Hijo mestizo, de origen provinciano y modesto, el joven Juan Germán
estudiará en Caracas bajo la protección de doña María de la Luz Pacheco, hija
del conde de San Javier. En la Real y Pontificia Universidad se graduará de
doctor en Cánones el 21 de septiembre de 1794. Vale la pena detenernos en la
universidad caraqueña de entonces para que nos hagamos idea del clima
intelectual que se respira en la pequeña capital. La de Caracas era una de las
veintiséis universidades y casas de estudios superiores que funcionaban en la
América española. Como tal, su organización y funcionamiento copiaban de modo
bastante fiel los Estatutos de Salamanca.
Asistían allí los niños
de las familias principales para estudiar latinidad, teología o leyes. Desde su
creación en 1721 y hasta 1788, funcionaron allí nueve cátedras: dos de Latín,
una de Filosofía, tres de Teología, una de Sagrados Cánones, otra de Instituta
o Leyes y una de Música o Canto Llano. La Universidad de Caracas era, como las
demás de la América colonial, lugar para la conservación de un saber hispánico
anquilosado y conservador. Las tres patas de este trípode son el dominio del
latín y el conocimiento de los clásicos, el uso de la retórica tradicional y el
cultivo de una tradición escolástica sentada sobre los fundamentos de
Aristóteles y, sobre todo, Tomás, el Divus, el Angelicus doctor.
Al acercarse el final
del siglo algunos indicios muestran que todo eso está a punto de cambiar. En
agosto de 1770 ocurre la célebre controversia entre el conde de San Javier (sí,
el padre de la benefactora de Roscio) y un filósofo de apellido Valverde (“un
tal Valverde”, le llama despectivamente Parra León) sobre la “inutilidad” del pensamiento
aristotélico, y en septiembre de 1788 asume la cátedra de filosofía Baltasar
Marrero, el reformador que, no sin acerba oposición, introdujo la lectura de
los autores “modernos” (en realidad posibilitó el que ya no tuvieran que ser
leídos a escondidas). Es la universidad donde comienza a estudiar Francisco de
Miranda en 1762, y donde en 1800 Andrés Bello recibe el título de Bachiller en
Artes. Creo que entre ambas fechas transcurre un período singular para la
universidad caraqueña. También en estos años pasaron por sus aulas Francisco
Javier Ustáriz y Miguel José Sanz, entre otros.
La carrera de Roscio
fue meteórica como la de Bello. Algunas cosas podemos decir al respecto: la
existencia de un orden dispuesto a absorber el talento autóctono en las labores
de la administración colonial y la presencia de cierta permeabilidad en el
estricto sistema de castas, que permitía el ascenso a ciertas posiciones
señaladas a algunos “blancos de orilla”. No olvidemos que Roscio, como Bello,
distaba de ostentar un origen principal. Roscio además era mestizo, y esta es
la piedra que se atraviesa en su camino: cuando en 1798 solicite admisión en el
Colegio de Abogados de Caracas y aparezca el calificativo de “india” para su
madre y su abuela materna, lo que mancha sin remedio su expediente de limpieza
de sangre. Esto es suficiente para que sea denegada su solicitud. Roscio se
defiende y alega que todos los hombres son iguales y que las leyes del reino no
distinguen entre europeos y mestizos. Tanto peor. Los argumentos se parecen
demasiado a aquellos que esgrimían los herejes Gual y España hacía apenas un
año, cuyo traumático recuerdo estaba todavía demasiado fresco.
Algunos quieren que sea
este el motivo para que encontremos a Roscio entre los conspiradores de 1810,
más de una década después. Como funcionario del régimen (al igual que Bello,
Sanz o Espejo), es natural que lo contemos entre los habitués de
las ilustradas tertulias en casa de los Ustáriz. Sin embargo, y de nuevo
también como Bello, Roscio piensa que las “nuevas ideas”, que bien conoce y
adhiere, podrían imponerse sin necesidad de violencia.
“Pequé, Señor, contra
ti y contra el género humano…”
Pero
he aquí que el 18 de abril de 1810 arriban a Caracas los dos emisarios de la
Junta de Regencia y eso lo cambia todo. Es cuando Roscio se estrena de verdad
como ideólogo y conspirador, y lo vemos cobrar el papel protagónico que
desempeña en los sucesos del Jueves Santo. Será nombrado “Diputado del Pueblo”
(esto es, que no representa a ninguna ciudad) y le encargarán recoger en actas
los hechos de aquel tumultuoso día. En adelante, el catálogo de los servicios
prestados a la República forma parte de la historia. Asombra la frenética
actividad que desarrolla entre abril de 1810 y agosto de 1812, antes de ser
apresado por Monteverde y enviado a Ceuta junto con aquella carta a Fernando
VII, de puño y letra del mismo Pacificador: “Señor: presento a V.M. estos ocho
monstruos, origen y raíz primitiva de todos los males de América…”
Aunque El triunfo de la libertad sobre el despotismo fue
dado a las prensas dos años después en Filadelfia, existen razones para pensar
que ya lo había escrito desde los días de prisión en Ceuta, entre 1814 y 1815,
cuando Roscio aún llevaba fresco el recuerdo de cómo la superstición y el
fanatismo se habían ensañado con los supervivientes del terremoto y en cierta
forma habían decidido el desplome de la República. Se trata de un enjundioso
alegato en cincuenta y un capítulos a favor de la igualdad y de las libertades
personales, basado en un análisis minucioso de las Sagradas Escrituras, que el
autor domina a profundidad. La obra, escrita en primera persona, toma forma de
confesión de un ciudadano arrepentido por haber obrado equivocadamente en
contra de los verdaderos preceptos de Dios sobre la libertad. El subtítulo es
explícito: La confesión de un pecador
arrepentido de sus pecados y dedicado a desagraviar en esta parte a la religión
ofendida con el sistema de la tiranía.
Roscio parafrasea en
clave política a Agustín: son los que se arrogan el conocimiento de las
Escrituras y de la Palabra Divina quienes, paradójicamente, en realidad la
ignoran y malinterpretan, pecando contra Dios y contra los hombres: “Cuanto más
esclavizado me hallaba, tanto más libre me consideraba; cuanto más ignorante,
tanto más ilustrado me creía”. Se equivocan los que dicen conocerlo. Dios nunca
enviaría un terremoto para castigar a los que buscan su libertad; jamás estaría
con tiranos ni usurpadores, quiere decirnos en su alegato teológico-político.
Se trata del “primer esfuerzo sistemático de un venezolano en la realización de
una obra de teoría política”, dice Carlos Pernalete en su biografía (Caracas,
2008). Yo añadiría: a partir de una base teológica.
Una preclara tradición
soporta los planteamientos de Roscio. María Zambrano, en su ensayo La confesión: género literario (México,
1943), nos recuerda que se trata de una forma cuyo origen se remonta a Agustín
y Teresa de Jesús, sí, pero también cultivada por autores como Rousseau,
Goethe, Stendhal o, cómo no, De Quincey, autor de unas Confessions of an English Opium-Eater (1821).
Bien se ve y no debe extrañar, el tono íntimo y personal convoca a un género
cálidamente acogido por los románticos europeos, la mayor parte contemporáneos
a Roscio. Pero la confesión del guariqueño es religiosa. Comporta un elemento
esencial para que lo sea: el arrepentimiento y la voluntad de reparo. Lo
dijimos, su gran modelo es el obispo de Hipona, cuya obra reelabora, parafrasea
y, en el mejor de los sentidos, parodia, haciendo del discurso religioso uno
político; proponiendo una relectura de las Escrituras en clave política, nada
menos.
Una subversión del
género y sus contenidos, de los que se apropia y rehace. Es verdad, tras
semejante impostura no hay más que la vieja oposición entre fe y razón, la
paradoja que tanto ocupa y preocupa a místicos y pensadores, una tradición de
ilustres malditos y execrados, de Lutero y Descartes a Spinoza.
El miércoles 5 de mayo
de 1819 el Tribunal de la Inquisición de Cartagena de Indias condenaba y
proscribía el primer texto político venezolano, y daba órdenes para impedir su
circulación “recogiendo los ejemplares que se presenten y que dará
inmediatamente al fuego”. El triunfo de
la libertad sobre el despotismo conoció sin embargo cinco ediciones
en el diecinueve, además de la primera: dos más en Filadelfia (1821 y 1847),
dos en México (1824 y 1857) y una en Oaxaca (1828).
En Venezuela tuvimos
que esperar hasta el siglo XX para verlo publicado. Su autor había muerto en
1821, aquejado de fiebres cuando se disponía a presidir el congreso que fundó a
Colombia la grande.
Llegó a confesar todos
sus pecados menos uno: el de haber dicho que Dios no castigaba mandando
terremotos.”
Tomado
de Prodavinci, Venezuela