O SE DEMONIZA A TODOS LOS
MALOS DE LA GUERRA CIVIL O NO SE DEMONIZA A NINGUNO
España, 6/11/2022
Por Eduardo Inda/ OKDIARIO
“Otro hito del absurdo y
sectario revanchismo de este Gobierno que, paradojas de la vida, continúa
acostado con los muy sanguinarios etarras, con esos golpistas catalanes que
alardean de ese genocida que fue Companys y con unos comunistas bolivarianos a
sueldo del narcoterrorista Nicolás Maduro que esconde miles de muertos en su
armario. El militar de Tordesillas fue exhumado el jueves con nocturnidad en
aplicación de esa lamentable Ley de Memoria Democrática que constituye un
trágala en toda regla porque, por mucho que reescriban la Historia e intenten
retorcerla, continuará siendo la que es.
No seré yo quien defienda a
un tipo tan atroz como Queipo de Llano, que ordenó un sinfín de ejecuciones
durante y después de la Guerra Civil. Ni desde luego voy a refutar las cifras
de asesinatos que investigadores de parte, de izquierda y ultraizquierda
naturalmente, atribuyen al jefe del levantamiento militar en Andalucía. Aunque,
eso sí, resulta una obligación moral resaltar que 45.000, que es el cálculo que
intentan transformar en dogma de fe, me parecen muchos muertos. Entre ellos le endosan
el fusilamiento del poeta por antonomasia, Federico García Lorca.
Sea como fuere,
se me antoja casi una perogrullada que un asesino no pueda ni deba estar
enterrado ni gozar de distinciones en lugares públicos, menos aún con
preeminencia. Es lo que dicta la moralidad más elemental. Claro que por esa
regla de tres habría que derribar de inmediato el Arco del Triunfo levantado en
honor a un criminal como Napoleón que apioló a muchos más seres humanos que
Queipo de Llano. Tal vez sería menester hacer lo propio con la momia de Lenin,
que no fue la hermanita de la caridad que nos vende el pensamiento único. O con
las estatuas erigidas con mano de obra negra en honor a los esclavistas
presidentes estadounidenses en esa antológica ciudad que es Washington
La Ley de Memoria Democrática es basura
intelectual porque obvia que la Guerra Civil española no fue otra cosa que «una
contienda de malos contra malos» [Stanley G. Payne dixit]. Ahí no se salvó
moralmente hablando ni el tato. Tan malos eran los capos del bando republicano
como los del franquista. Y tan cierto resulta que el franquismo fue un terrible
régimen dictatorial, especialmente en sus dos primeras décadas, como que si los
de enfrente hubieran ganado habrían instaurado en España una tiranía comunista
al servicio de la Unión Soviética. Afirmar lo contrario es mentir, entre otras
razones, porque estadísticamente no hubo excepción que confirmase la regla:
todos los comunistas que tomaron el poder en la Europa de postguerra
instauraron sistemas que de democráticos tenían lo que yo de cura. Ni a los
polacos, ni a los húngaros, ni a los búlgaros, ni a los rumanos, ni a los
lituanos, ni a los letones, ni a los estones, ni tampoco a los serbios,
croatas, bosnios o eslovenos se lo van decir o se lo van a contar.
Espero que una de las
primeras decisiones de gobierno que tome Alberto Núñez Feijóo sea retocar la
Ley de Memoria Histórica rebautizada maquiavélicamente como «Democrática» para
sancionar de igual manera a los criminales de ambos bandos. O que confeccione
una nueva bajo el acertado epígrafe propuesto por su antecesor, Pablo Casado:
«Ley de Concordia». Es sencillamente de locos que Santiago Carrillo, autor
intelectual de 6.000 fusilamientos, niños incluidos, tenga calles a su nombre a
lo largo y ancho de nuestro país.
No menos asco moral produce
que otra matona como Pasionaria sea recordada en espacios públicos. Conviene no
olvidar que esta pájara pronunció en el Parlamento una sentencia que apenas un
mes después se cumplió, vaya si se cumplió: «Este hombre [José Calvo-Sotelo] ha
hablado por última vez». Dolores Ibárruri soltó la amenaza el 16 de junio de
1936 y el 13 de julio el diputado era acribillado a balazos por miembros de La
Motorizada, la escolta de Indalecio Prieto, otro asesino que cuenta con calles,
avenidas, plazas, placas y estatuas diseminadas por toda la geografía nacional.
Otro santo laico es el socialista Largo Caballero, al que los hispanistas más
ecuánimes culpan de la matanza de 2.000 personas en esa mal llamada Revolución
de 1934 que constituyó un golpe de Estado contra el Gobierno legítimo de la
República.
Capítulo aparte merece Lluís
Companys, presidente de la Generalitat, repugnante asesino de masas donde los
haya. El malnacido que condujo al paredón a 8.000 catalanes, muchos de ellos sacerdotes
y monjas, ha sido blanqueado hasta el paroxismo como un «héroe nacional». Por
toda Cataluña hay calles, plazas y avenidas a su nombre. El colmo de la
banalización del mal es que el estadio olímpico de Barcelona, epicentro de los
maravillosos Juegos de 1992, se llame Lluís Companys, un hijo de Satanás que
animaba a sus turbas a violar monjas. Lo mismo cabría decir de un Sabino Arana,
al que si bien no se le ha adjudicado muerte alguna, sí se le conocen
innumerables escritos y peroratas racistas y antisemita. Todo un ejemplo.
Asesinaron los unos y los
otros. En el frente y en los municipios que controlaban. La represión en zona
republicana se cobró la vida de al menos 55.000 españoles, tal y como admiten
historiadores de izquierdas como Gibson y Preston, con procedimientos tan
democráticos como las sacas y los paseíllos. Otro tanto aconteció en los
territorios controlados por los nacionales. Que nadie nos cuente milongas.
Adolfo Suárez trajo la
libertad a España tras 40 años de oscuridad de la mano de asesinos como
Carrillo o Pasionaria y nadie levantó la voz más de la cuenta. Mirar al futuro
y olvidar el pasado fue la fórmula del éxito de una Transición que ha sido
glorificada e incluso imitada en todo el mundo. Es lo que se dio en llamar el
Pacto del 78, el de esa reconciliación que Zapatero sembró de minas y Sánchez
ha detonado devolviéndonos ese virus que son las dos Españas. El actual
presidente del Gobierno ha hecho el camino contrario que un Adolfo Suárez que
elevó «a la categoría política de normal lo que a nivel de calle» era
«plenamente normal». Sánchez ha convertido en políticamente anormal lo que en
la calle es o era plenamente normal: la convivencia de los que pensamos de una
manera y los que piensan de otra. Olvida otra nada baladí cuestión: los
españoles del siglo XXI pasan de esa España de La Pelea a garrotazos que
tan sublimemente retrató Goya.
Alberto Núñez Feijóo, que es
el sentido común hecho persona, lo pudo decir más alto, pero no más claro: «A
mí me gusta más hablar de los vivos que de los muertos, creo que la política
debe centrarse en los vivos y dejar a los muertos en paz. Me preocupa mucho la
situación económica de mi país, no voy a hacer política con los muertos». En
fin, lo normal en alguien que, como un servidor, ha vivido en su propia familia
sensibilidades políticas de uno y otro lado. Me parecen bien las exhumaciones,
el derribo de monumentos y la reconversión del callejero, siempre y cuando
afecten a los malvados franquistas y a los republicanos, a los unos y a los
otros, no sólo a los unos. Es lo que dicta el más básico sentido de justicia y
equidad.
Miedo me da la que están
liando estos vengativos que quieren ganar póstumamente la Guerra Civil que
perdieron sus abuelos. Cruzo los dedos para que no logren resucitar el vomitivo
guerracivilismo y para que el epitafio que figura a los pies de la tumba de
Adolfo Suárez en Ávila siga cumpliéndose: «La concordia fue posible».